Ante un panorama complejo para los productores de maíz, dos exsecretarios de Agricultura de México, un directivo de MINSA y un experto en el grano presentan soluciones

Por Amado Vázquez Martínez

El maíz, grano identitario de México, enfrenta una encrucijada por altos costos de producción, escasez de agua y dependencia creciente de importaciones, pero como solución, dos ex secretarios de Agricultura, un líder industrial y un especialista coinciden en que el modelo vigente de siembra y comercialización ya no funciona y la salida es afianzar toda la cadena productiva en torno a nuevas políticas, tecnología, financiamiento y cooperación.

EL RETO 

El maíz es mucho más que un cultivo: es historia, cultura y economía, ya que fue domesticado en México hace más de diez milenios y se convirtió en el alimento que permitió florecer a las civilizaciones mesoamericanas y, con el tiempo, ya es un producto global que hoy nutre a más de 300 millones de personas en África y millones más en Asia y América Latina. 

Su valor como grano calórico, como insumo pecuario e industrial, y como símbolo de identidad nacional, coloca al país frente a una paradoja: ser cuna del maíz y, al mismo tiempo, depender de granos importados.

La estadística es contundente: México siembra cada año entre 6.8 y 7.3 millones de hectáreas de maíz, con rendimientos promedio de 3.7 toneladas por hectárea, con una producción total que ronda, en años normales, entre 22 y 24 millones de toneladas. 

Sin embargo, el consumo interno supera los 45 millones de toneladas, de las cuales más de la mitad, llega desde Estados Unidos y, en menor medida, de Brasil y Argentina, déficit estructural que ninguna administración ha logrado corregir.

La situación se agrava con los vaivenes del clima: En 2024, la sequía redujo las cosechas en el Bajío y en Sinaloa, lo que obligó a importar incluso maíz blanco, tradicionalmente producido en abundancia para la tortilla mexicana. 

SIN MAÍZ…

Ese maíz blanco, de preferencia nacional, se suma al amarillo que desde hace tres décadas se importa para la industria pecuaria y la almidonera, con lo cual México pasó de segundo a primer importador mundial de maíz en 2025, justo cuando Jalisco retomó su papel como principal productor nacional de maíz de temporal tras el desplome sinaloense.

Pero el problema no se limita a un tema de oferta y demanda, pues como señalan especialistas y actores de la industria, el verdadero talón de Aquiles es el costo de producción: 

En regiones del Medio Oeste de Estados Unidos, producir una tonelada de maíz cuesta hasta 70% menos que en Sinaloa o Guanajuato, brecha, que, sumada al diferencial cambiario y a los precios internacionales de Chicago, deja en desventaja crónica al productor mexicano, que carece de apoyos, tiene insumos caros, altos costos de producción y bajos precios en venta por tonelada.

«Para producir un kilo de maíz se requieren mil 222 litros de agua (promedio mundial); si esa producción se da en zonas sin disponibilidad hídrica, el costo real es altísimo»: Víctor Manuel Villalobos, ex titular de SADER federal. 

CONTEXTO GLOBAL

En este escenario, los actores citados por Tierra Fértil aportan su diagnóstico y sus propuestas. Arturo Silva Hinojosa, especialista en comercio internacional y líder del sistema de semillas de maíz para África y América Latina, enmarcó la discusión en el panel «Agua y maíz ¿Alcanzarán?» con una postal amplia: 

«El maíz alimenta al mundo… de un solo grano salen 99 productos», dijo y  recordó que los grandes productores –Estados Unidos, China, Brasil, Argentina e India— no solo dominan la oferta mundial, sino que desplazan a México del liderazgo que alguna vez tuvo como séptimo productor global.

Silva apuntó que pocos municipios de México, producen por encima del promedio mundial de rendimiento (5.8 toneladas por hectárea), mientras que el 80% del territorio se mantiene por debajo (de 3 a 4 toneladas por hectárea) y la consecuencia es que apenas el 46% de las necesidades nacionales se cubre con producción local; el resto depende de importaciones. 

«La presión demográfica hacia 2050, con mil millones de personas más en el planeta, obliga a replantear la producción. No basta con mantener, hay que despegar», advirtió Arturo Silva, uno de los especialistas en maíz más relevantes de México por su experiencia en el CIMMYT y en el sector privado. 

El mensaje fue claro: el maíz es estratégico para la seguridad alimentaria del mundo, pero México no está aprovechando su potencial. De seguir la tendencia actual, el país no solo importará más grano, sino también agua, pues cada tonelada de maíz equivale a miles de litros de agua utilizados en su producción, recordatorio de que la autosuficiencia no es una consigna ideológica, sino un cálculo de seguridad nacional.

En ese marco global, el debate se trasladó a lo local con las voces de tres protagonistas clave: José Cacho, vicepresidente ejecutivo de Minsa; Víctor Manuel Villalobos Arámbula, ex secretario de Agricultura (2018–2024); y Francisco Javier Mayorga Castañeda, también ex secretario de Sagarpa, quienes desde su trinchera, aportaron elementos para entender la gravedad del problema y, sobre todo, las salidas posibles.

VISIÓN INDUSTRIAL

Para José Cacho, vicepresidente ejecutivo de Minsa, la ecuación del maíz mexicano no se entiende solo desde las cifras de producción, sino desde los costos y las cadenas de valor. «El talón de Aquiles del maíz en México son los costos internos: producir aquí puede ser hasta 70% más caro que en el Medio Oeste de Estados Unidos», advierte. 

La consecuencia es que, mientras los agricultores norteamericanos pueden colocar su grano con holgura en los mercados internacionales, el productor nacional llega caro a la puerta de la industria.

Cabe señalar que Minsa es la segunda productora de harina de maíz nixtamalizada en México, consume entre 700 mil y 800 mil toneladas al año –equivalente al 3% de la producción nacional– y abastece cerca de 20% del mercado de harina para tortilla. 

Su diagnóstico es crudo: el país sí produce suficiente maíz blanco para cubrir la demanda de tortilla y derivados, pero el precio al que llega ese grano al comprador lo hace poco competitivo: «La importación no es el problema en sí misma; lo problemático es por qué el productor nacional no logra llegar barato al comprador», explica.

COSTO MULTIPLICADO

El costo se multiplica en la cadena: transporte, almacenamiento, seguros y financiamiento encarecen la ecuación, a lo que se suma la competencia directa con la ganadería y la avicultura, que requieren maíz blanco y amarillo como base alimenticia. 

Así, cuando el grano llega al mercado, el precio se forma bajo un principio de paridad de importación: si es más barato traer maíz de Estados Unidos que comprarlo en Sinaloa o Guanajuato, la balanza se inclina hacia el vecino del norte.

Además, los rendimientos son heterogéneos. Mientras en Sinaloa un productor puede alcanzar entre 10 y 12 toneladas por hectárea bajo riego, en regiones del sur apenas se obtienen 0.5 a 1.0 toneladas por hectárea, brecha abismal y reflejo de la realidad: México no puede aplicar recetas únicas, necesita soluciones diferenciadas por región.

«El problema no es la importación en sí, sino por qué el productor nacional llega tan caro a la puerta del comprador»: José Cacho 

DILEMA DEL AGUA

Desde la visión de Víctor Manuel Villalobos Arámbula, ex secretario de Agricultura y con larga trayectoria en organismos internacionales como la FAO, la pregunta del panel «Maíz y agua, ¿Alcanzarán?» no tiene rodeos: la respuesta es no, al menos si el país mantiene el modelo vigente. 

Entrevistado de manera posterior, reafirma su dicho: «El agua es siempre la misma desde que existe el planeta; lo que aumenta es la población y, con ello, la demanda, pues el 75% del agua dulce se destina a la agricultura, y cada vez habrá que ceder más a las ciudades y a la industria», señaló.

Su diagnóstico se apoya en un dato clave: de los 22 millones de hectáreas arables en México, solo 6.6 millones cuentan con riego, y de ellas apenas 1.6 millones tienen sistemas tecnificados de goteo, aspersión o micro riego. 

El resto, cerca del 40%, opera con riego rodado que pierde agua por evaporación e infiltración. «Para producir un kilo de maíz en México se requieren mil 222 litros de agua (promedio global). Cuando importamos maíz, en realidad estamos importando agua que no tenemos», subrayó.

La tecnificación, insiste Villalobos, es la única vía para producir más sin expandir la frontera agrícola ni devastar ecosistemas, pues la frontera actual ya alcanza 22 millones de hectáreas y no es viable deforestar o transformar reservas naturales. 

La ecuación agua-suelo, dijo, es indivisible: «No podemos hablar de un manejo eficiente del agua sin suelos vivos porque hemos degradado tanto el campo que nuestros suelos dejaron de ser almacenes naturales y se han convertido en sustratos inertes».

Su planteamiento conecta con un segundo problema: la falta de conexión entre el conocimiento científico y los productores, pues para el exfuncionario, nunca se había tenido una «caja de herramientas» tan amplia –drones, biotecnología, sensores, inteligencia artificial– y nunca había sido tan débil el puente para transferirla a quienes trabajan la tierra, ante lo cual el extensionismo, afirma, debe volver con un lenguaje accesible y práctico.

FACTOR INSTITUCIONAL

En la visión de Francisco Javier Mayorga Castañeda, quien encabezó la Sagarpa, antecesora de Sader, el problema no es solo productivo ni hídrico, sino institucional y señala que los programas de subsidio han distorsionado la responsabilidad del agricultor: semillas y fertilizantes regalados, entregados a destiempo y sin diagnóstico, terminan desincentivando la decisión técnica y convirtiendo al campesino en dependiente de dádivas.

Mayorga pone un ejemplo claro: en Guerrero, durante años se entregaron fertilizantes sin relación con los análisis de suelo ni con las necesidades reales de cada parcela. El resultado fue un campo desordenado, con productores sin incentivos para invertir en prácticas adecuadas. 

«Si al campesino se le entrega tarde la semilla o el fertilizante, no tiene oportunidad de probar si lo que sembró fue correcto o no. La decisión no es suya, y así no hay manera de mejorar», explicó.

Además, advierte que el mosaico de pequeños productores coloca a México en una situación de desventaja frente a países con grandes explotaciones, ya que la atomización significa costos más altos, menor poder de negociación y venta obligada al primer intermediario. 

«El pequeño productor es el eslabón más débil: no tiene almacenamiento, no puede esperar mejores precios, y al final es el primero en vender y el último en comprar», señaló.

A esto se suman las barreras para la asociatividad porque en México las cooperativas arrastran mala fama jurídica y fiscal, cuando en países como India o Dinamarca son la base de cadenas exitosas y remata:

«La mayor cooperativa agrícola del mundo, con más de un millón de socios, está en India y se dedica a la leche y aquí, las figuras asociativas no funcionan porque han sido mal reguladas y mal utilizadas y sin cooperación, el productor seguirá solo frente al mercado», advierte.

LAS ALTERNATIVAS

Para José Cacho, la salida al laberinto del maíz no está en medidas aisladas, sino en una estrategia integral que involucre a productores, industria y gobierno, quien puntualiza que la primera palanca es restaurar esquemas de comercialización sólidos, como lo fue la agricultura por contrato con ingreso objetivo y coberturas. 

En ese modelo, el agricultor recibía un precio justo ligado a las referencias internacionales, con compensación cuando el mercado se desplomaba: «El apoyo iba al productor, no a la industria, y eso daba certidumbre», recuerda.

Además, la industria puede y debe jugar un papel más activo en el desarrollo de proveedores y por ello propone proyectos regionales donde semilleras, insumos, financiamiento, academia y productores se articulen para crear clústeres de maíz. 

Esto significa asociar superficies, compartir logística y garantizar homogeneidad y trazabilidad del grano. «El norte debe producir más y mejor donde sí es viable, y en donde no, honrar la vocación local con mercados de autoconsumo», insiste.

El financiamiento y los seguros son otra pieza crítica: Sin créditos de ciclo con tasas ad hoc, sin seguros catastróficos accesibles y sin infraestructura de almacenamiento, el productor seguirá vendiendo cuando necesita liquidez y no cuando el mercado conviene. «El reto es vender con oportunidad, no con urgencia», recalca.

Cacho subraya que la tecnología debe ser útil y contextualizada: híbridos y paquetes completos donde el suelo y el agua lo permitan; materiales nativos en mercados locales; edición genética y biotecnología en zonas de alto potencial porque México no puede seguir debatiendo en abstracto, sino decidir dónde usar qué herramientas y bajo qué reglas.

PRIORIDAD HÍDRICA

El exsecretario Víctor Manuel Villalobos pone en el centro la urgencia tecnificar el riego: Con 6.6 millones de hectáreas bajo riego y apenas 1.6 millones altamente tecnificadas, el país desperdicia cerca de 40% del agua rodada en canales y bordos. «La necesidad de invertir en agua es primordial y de seguridad nacional», afirma.

Su propuesta incluye una medición sistemática de la huella hídrica: cuánta agua se necesita para producir cada kilo de maíz, frijol, carne o leche, métrica que permitiría asignar recursos con criterios de eficiencia física y económica. «Para producir un kilo de maíz se requieren 1,222 litros de agua (promedio mundial); si esa producción se da en zonas sin disponibilidad hídrica, el costo real es altísimo», puntualiza.

Villalobos también impulsa la idea de revivir el programa «Maíz para México», diseñado al inicio de la administración 2018–2024, que planteaba aumentar entre 7 y 10 millones de toneladas la producción nacional mediante semillas mejoradas, asistencia técnica, seguros, crédito y agricultura por contrato, pero, aunque nunca se implementó, sostiene que aún podría rescatarse con ajustes y coordinación público-privada.

Y más allá de la técnica, sugiere un cambio cultural en el manejo del suelo: dejar de quemar rastrojos, devolver materia orgánica, adoptar labranza de conservación y rotaciones porque su razonamiento es claro: un suelo vivo no solo retiene agua y nutrientes, también captura carbono y reduce emisiones de gases de efecto invernadero.

CAMBIO INSTITUCIONAL

Para Francisco Javier Mayorga, el gran pendiente está en el marco institucional y asociativo. Propone un rediseño de los programas de apoyo, con una regla básica: nada gratis sin diagnóstico técnico. 

«No se puede regalar semilla sin saber si es la adecuada para el suelo; no se puede entregar fertilizante tarde ni en dosis equivocadas porque eso no mejora la productividad, la destruye», advirtió.

Su propuesta es replicar a nivel nacional el modelo del FARAJAL, el Fondo de Aseguramiento Agropecuario de Jalisco, esquema que permitió a los maiceros de esa entidad a principios del siglo pasado contar con un respaldo financiero para enfrentar riesgos climáticos y de mercado, con participación compartida entre agricultores, industria y gobierno. «El FARAJAL funcionó en Jalisco y puede funcionar en todo el país», sostiene.

Además, insiste en la creación de un Consejo Mexicano del Maíz Blanco, inspirado en el Consejo Americano de la Soya, que durante décadas promovió su oleaginosa en todo el mundo:

«Tenemos que salir a vender maíz blanco al planeta, ampliar sus usos, innovar en derivados y generar una marca país. Si no, seguiremos dependiendo del maíz amarillo y sus cotizaciones internacionales», apuntó.

En paralelo, subraya la urgencia de fortalecer cooperativas modernas y profesionalizadas, con reglas fiscales claras y supervisión estricta. La experiencia internacional demuestra que es la mejor manera de dar escala a pequeños productores, abaratar costos y mejorar la negociación, pues no se trata de gastar más presupuesto, sino de ajustar las instituciones para que funcionen.

JÓVENES Y TECNOLOGÍA 

Un punto común en las propuestas es el rol de las nuevas generaciones: Mayorga observa que los jóvenes rurales ya adoptaron drones y aplicaciones móviles con naturalidad, mientras Villalobos resalta su conciencia ambiental, pero ambos coinciden en que el relevo generacional no ocurrirá repitiendo el libreto de padres y abuelos, sino con nuevas herramientas y motivaciones.

La tecnología, dice Villalobos, está al alcance: inteligencia artificial, sensores, biotecnología, edición genómica y ahora el desafío es conectarla con el usuario, traducirla a lenguaje práctico y ponerla en manos de productores y consumidores. «Nunca hubo una caja de herramientas tan amplia, y nunca la conexión fue tan débil», advirtió.

En cuanto a los mercados, los panelistas reconocen la dificultad de segmentar precios entre maíz blanco y amarillo en un entorno de fronteras abiertas, por lo cual Mayorga insiste en que la solución es crear mercados internacionales para el maíz blanco: si otros países aprenden a consumirlo, el valor agregado será mayor y México podrá vender en lugar de limitarse a importar.

En el caso de José Cacho retoma un punto clave: separar debates. El precio de la tortilla no depende solo de la harina, que representa 35–40 % de su costo, sino también de energía, mano de obra, transporte y renta. «No se puede culpar al maíz de la carestía de la tortilla; lo que falta es productividad y eficiencia en toda la cadena», asevera.

LA SALIDA

El maíz mexicano se encuentra en una encrucijada histórica y las voces de la industria, los ex secretarios de Agricultura y los especialistas coinciden en que la problemática es estructural: altos costos de producción, rendimientos desiguales, dependencia de importaciones y un marco institucional débil. Pero también hay coincidencias en las salidas: tecnificar, cooperar, financiar y ordenar la cadena.

El diagnóstico de José Cacho expone el dolor de cabeza de la industria: producir caro y llegar caro al comprador, mientras el mercado se rige por la paridad de importación, en tanto que el análisis de Víctor Villalobos desnuda el costo hídrico de producir maíz sin modernizar el riego ni cuidar el suelo. 

Las observaciones de Francisco Mayorga recuerdan que sin instituciones sólidas ni cooperativas confiables, los pequeños productores seguirán vendiendo barato y comprando caro; mientras que la brújula ética de Arturo Silva pone el acento en lo esencial: revalorar al productor y convertir ese respeto en política pública.

No hay bala de plata. El camino exige integrar ciencia, tecnología y política con un enfoque territorial, pues  zonas de alto potencial, como Sinaloa, El Bajío y Jalisco, deben fortalecerse con híbridos, riego tecnificado y contratos integrados. 

Las regiones de autoconsumo deben recibir apoyo para conservar materiales nativos, mejorar suelos y acceder a mercados locales y en el sur-sureste, con agua disponible pero suelos ácidos, requiere variedades adaptadas y asistencia técnica.

México, cuna del maíz, no puede resignarse a importar la mitad de lo que consume y la decisión es política y técnica: o se construyen instituciones modernas, se invierte en agua y se organiza a los productores, o se seguirá comprando afuera lo que aquí podría cultivarse porque para los expertos, el grano identitario de la nación pide más que discursos: requiere acción concertada y visión de largo plazo.

El maíz es, a la vez, alimento, cultura y estrategia nacional, cuyos retos no son menores: sequía, costos altos, mercados abiertos, importaciones crecientes… pero también tiene soluciones: cooperación, innovación y visión de largo plazo que permitan la autosuficiencia, en lo que coinciden los actores para elevar rendimientos y dar certidumbre al productor.

La decisión está en la cancha del país: ¿seguiremos comprando barato afuera y vendiendo caro adentro, o construiremos un futuro en el que el maíz vuelva a ser orgullo y sustento pleno de México?

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