Erick Lobo

Director General at Politics & Government Consulting y Eje Global

 

En 1994, México dio un salto histórico al integrarse al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), apostando de lleno a un modelo manufacturero de exportación. Durante tres décadas, esta vía generó millones de empleos y sostuvo buena parte del crecimiento del país, con la maquila como emblema de competitividad. Hoy, sin embargo, ese modelo enfrenta una transformación silenciosa pero demoledora. La industria manufacturera ya no es —ni volverá a ser— el gran motor de empleo masivo que funcionó en las últimas décadas, y la dirigencia política mexicana parece no haberse enterado.

La razón de fondo es tecnológica. La llamada Cuarta Revolución Industrial está en marcha, impulsada por la automatización, la inteligencia artificial y la robótica avanzada. Procesos que antes requerían cientos o miles de operarios hoy pueden resolverse con sistemas autónomos supervisados por unos cuantos técnicos especializados. Según el Future of Jobs Report 2025 del Foro Económico Mundial, alrededor del 47 % de las tareas en empresas globales ya son ejecutadas mediante tecnologías automatizadas, y se prevé que en solo cinco años apenas un tercio de las actividades dependa exclusivamente de personas. Esto anticipa una reconfiguración brutal del empleo en industrias de mano de obra intensiva como la automotriz, la electrónica o el textil.

No se trata de especulaciones futuristas. En China, fábricas de última generación ensamblan hasta 4,000 vehículos al día usando brazos robóticos y sistemas de visión artificial con precisión quirúrgica. Un solo supervisor monitorea en pantallas las líneas automatizadas que solían requerir a cientos de trabajadores en turnos rotativos. El video de una de estas plantas —que circuló ampliamente en redes— ilustra con crudeza lo que se viene: producción a gran escala, velocidad de ciclo altísima y plantillas humanas reducidas al mínimo.

México, igual que Brasil, Indonesia o Vietnam, apostó a ser un país labor intensive: con abundante mano de obra barata, ventajas geográficas y acuerdos comerciales que le permitieran atraer fábricas. Fue una estrategia válida y exitosa en el siglo XX y principios del XXI, pero hoy muestra señales de agotamiento estructural. Los salarios estancados, la baja calificación técnica promedio de los trabajadores y la concentración en actividades de bajo valor agregado hacen que la transición a una manufactura de nueva generación sea lenta y desigual.

Lamentablemente, la clase política mexicana parece no advertir la urgencia de esta transformación. Con elecciones cada tres o seis años, su visión sigue dominada por el pragmatismo electoral y la obsesión por inaugurar fábricas que hoy lucen modernas, pero que podrían quedar obsoletas en pocos años. Basta con ver la típica foto del corte de listón, sonrientes ante la cámara, celebrando una planta que —en apenas una década— tal vez ya no necesite operarios humanos.

Uno de los errores más graves de la élite política —partidos, gobernadores, legisladores— es no anticipar este cambio. El problema es que las transformaciones tecnológicas no esperan al calendario electoral. Según McKinsey (2025), se estima que en la industria automotriz latinoamericana un 30 % de los puestos de trabajo se perderá hacia 2035 solo por avances en automatización, afectando sobre todo a quienes dependen de líneas de producción de baja cualificación.

Frente a este panorama, seguir graduando generaciones enteras de profesionales en carreras de ciencias sociales desvinculadas del mercado productivo no tiene sentido estratégico alguno. Los resultados de las pruebas PISA más recientes (OCDE, 2022) son lapidarios de cara al futuro próximo: México se ubica en el nivel más bajo en matemáticas y ciencias entre los países de la OCDE, lo que anticipa un verdadero colapso de competitividad si no se corrige. Es indispensable dinamitar —sin medias tintas— el sistema educativo actual, orientándolo hacia las disciplinas STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) y vincularlo con sectores de innovación y alto valor agregado. El verdadero desarrollo no llegará de la mano de subsidios mal diseñados, sino de la capacidad de formar talento con destrezas relevantes para el siglo XXI.

Otra dimensión que la clase gobernante mexicana ignora es el tema regional. Los grandes clústeres de manufactura —norte y Bajío— están relativamente mejor preparados para adaptarse, pero el sur y el sureste, donde ya existe rezago estructural, podrían ver agravadas sus brechas de desarrollo. Una política industrial moderna tendría que poner especial énfasis en equilibrar territorios y evitar que la automatización termine por profundizar esas desigualdades.

El debate público tampoco ayuda. En redes sociales y medios masivos se sigue vendiendo la idea de la industria maquiladora como sinónimo de progreso, sin aclarar que su naturaleza misma está mutando. Es cierto que la manufactura seguirá existiendo y generando riqueza, pero cada vez con menos seres humanos y más algoritmos. Y si México no anticipa ese cambio, quedará atado a un modelo de empleo intensivo que pronto se volverá anacrónico.

La tentación de celebrar la llegada de cada planta o cada línea de ensamblaje robotizado es comprensible para un político con horizonte de tres años. Muestra “inversión”, “empleo”, “desarrollo”. Pero en realidad puede ser solo un espejismo. El verdadero desarrollo, aquel que transforma vidas y comunidades, vendrá de la capacidad de reconvertir habilidades, de generar proveedores de alta tecnología y de impulsar innovación local. No hay otro camino si queremos que la riqueza permanezca en México y no solo pase de largo.

Hoy por hoy, casos como la gigafábrica de semiconductores en Dresden, Alemania —donde más del 70 % de los procesos de producción ya se controlan con inteligencia artificial y sistemas de aprendizaje automático— muestran hacia dónde se dirige la manufactura global. Estas plantas, que procesan obleas a velocidades y precisiones imposibles de replicar manualmente, anticipan un futuro donde los perfiles laborales cambiarán radicalmente. ¿Qué pasará con un joven de 18 años que busque empleo en la maquila en 2030? ¿Habrá espacio para él en fábricas sin operarios? Estas preguntas, incómodas pero necesarias, deberían formar parte de cualquier visión industrial realista.

El talento humano será el diferencial. Países que logren adaptarse, invirtiendo en capacidades digitales, robótica, programación, mantenimiento de sistemas automatizados y análisis de datos, seguirán recibiendo inversiones globales y prosperarán. Los que sigan ofreciendo solo mano de obra barata serán irrelevantes. Así de simple.

México no tiene mucho margen de error. La transformación de la industria manufacturera no es un escenario lejano: ya sucede en China, en Alemania, en Corea del Sur. Los políticos harían bien en mirar más allá de sus encuestas de popularidad. Porque seguir festejando cada inauguración de nave industrial con banderazos y discursos reciclados, mientras la tecnología arrasa sin piedad el viejo paradigma, sería un error tan costoso para la sociedad como profundamente decepcionante.

Este artículo fue originalmente publicado por la revista Eje Global (Florida, EE. UU.) y es reproducido por Tierra Fértil con fines informativos.

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